Gabo Machabansky me enseñó a tomar mate en la mesa de
mi casa. Sacó la pavita de alguno de sus paquetes de trotamundos; calentó agua
y bebimos todos con la misma bombilla mientras hablamos de que en la Provincia
de Santiago del Estero en Argentina se dio un incidente aislado de un cerdo con
características ovejunas. El animal producía lana oscura y debía ser esquilado
una vez al año. La respuesta inicial al desconcierto genético fue un posible
cruce entre un dandy porcino y un
febril ejemplar ovejuno, pero un nefasto experto en genética descartó la
posibilidad.
De igual modo, el experto se alejó de la probabilidad
de que el cerdo-oveja argentino fuese un viajero perdido de la estirpe húngara –ya
casi extinta- de los Mangalitsa y adjudicó
la responsabilidad del evento efectos más verosímiles: “caprichos de Dios”.
Por otra parte, durante la segunda mitad del siglo XX,
se popularizó entre ciertos sectores del exilio cubano y círculos hispanos del
sureste estadounidense la Materva,
una bebida con base de yerba mate, azúcar y soda. Un cruce tan improbable como
el cerdo y la oveja; un capricho mundano.
Encontré una de esas latas ayer en la farmacia árabe de
la esquina y la compré como quien compra una máquina del tiempo o un
estimulante sinestésico, que es como viajan las corporeidades cautivas de los
nichos multicolores. Supo a pan viejo con carne salada y a mañana con calor.
Nada de mesas de amigos, Pampa o Rayuela.
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