domingo, abril 22

Gabo Machabansky me enseñó a tomar mate en la mesa de mi casa. Sacó la pavita de alguno de sus paquetes de trotamundos; calentó agua y bebimos todos con la misma bombilla mientras hablamos de que en la Provincia de Santiago del Estero en Argentina se dio un incidente aislado de un cerdo con características ovejunas. El animal producía lana oscura y debía ser esquilado una vez al año. La respuesta inicial al desconcierto genético fue un posible cruce entre un dandy porcino y un febril ejemplar ovejuno, pero un nefasto experto en genética descartó la posibilidad.

De igual modo, el experto se alejó de la probabilidad de que el cerdo-oveja argentino fuese un viajero perdido de la estirpe húngara –ya casi extinta- de los Mangalitsa y adjudicó la responsabilidad del evento efectos más verosímiles: “caprichos de Dios”.

Por otra parte, durante la segunda mitad del siglo XX, se popularizó entre ciertos sectores del exilio cubano y círculos hispanos del sureste estadounidense la Materva, una bebida con base de yerba mate, azúcar y soda. Un cruce tan improbable como el cerdo y la oveja; un capricho mundano.

Encontré una de esas latas ayer en la farmacia árabe de la esquina y la compré como quien compra una máquina del tiempo o un estimulante sinestésico, que es como viajan las corporeidades cautivas de los nichos multicolores. Supo a pan viejo con carne salada y a mañana con calor. Nada de mesas de amigos, Pampa o Rayuela.