lunes, septiembre 12

uróboros

En la cruceta de la calle Del Bosque y la Miles hay una bombilla de rosquilla que se ve a través de una ventana. Zumo de cítrico en las cortaduras.

El pequeño Igor Duncan se reencuentra en una vieja sala de paredes color hueso, sentado en una silla de mimbre duro con alguna pajilla destejida. Otra vez las botas puestas, con la lengüeta que se le arruga hacia abajo burlando los cordones. Maldecir de nuevo jamás, a su abuelo que saca la navaja y hace un orificio artesanal por donde pasará los hilos de los zapatos que sostendrán la lengüeta.

Pisa el suelo de losa empedrada sin mirar nunca hasta el fondo del pasillo donde sigue esa estatuilla de la Inmaculada Concepción  sobre nubes y serpientes que engullen sus propias colas. Le vuelve a temer, como teme que se refleje su rostro alguna madrugada en el agua del retrete y tenga que mearlo por miedo o por apuro.
Prefiere la puerta.

Huele a jardín de infancia, a buqué rojo en plantas toscas, ramilletes púrpuras, canarios, hortensias, orquídeas atadas a las palmas de bellotas verdes que una vez lanzó.  Es la peste, popurrí de muertos, humedad de los sótanos guardianes de juguetes con moho. Recordar es la certeza de que el futuro es un largo camino de regreso.

Sobre la brea, pequeñas piedrecitas en la mejilla izquierda. (Este auto tiene una leve fuga de aceite de motor.) Mamá siempre te lo dijo:
–Cuidado, Igor, con las malditas regresiones.

En la sala la luz blanca de la bombilla alumbra el círculo de rezo. Abuelo está orgulloso, Igor Duncan retorna a la oración, ahora y en la hora de nuestra muerte.  

lunes, septiembre 5