Abuelo, titi:
Retomo el hábito de hacerle balance
de la vida en la víspera de mi cumpleaños. Va tiempo y frio desde su partida.
Hoy recojo frutos, ya saben, pero quedan esos huecos tristes en la tierra, los pequeños
desastres de la tala. Las felicidades cotidianas vienen con un núcleo duro de
una tristeza añeja y estable.
La vieja y yo aun no logramos llegar
a fin de mes, pero se vive. Ella sigue siendo un desastre, pero ama duramente. Yo
he vuelto al barrio y me recibieron con fiestas y cariños. Hay demasiada
ausencia, demasiados muertos, demasiada inercia y nuevos y desconocidos
protagonistas. La casa la habitan los herederos, como tiene que ser. Las paredes,
las esquinas y las baldosas las habita la memoria, como tiene que ser.
He
retrasado las lecturas y estoy lleno de bocetos inconclusos de escritos o de
intentos. Eso sacaba lo mejor de mí, tal vez ahora lo llevo conmigo, como cinturón
de explosivos. El país es un cementerio y el sur siempre guiña un ojo detrás
del humo y la bandola. Pero el título y la costumbre fácil, tan regionales, tan
anclas.
Tengo
promesas tristes, porque las de la alegría son difíciles de cumplir: nunca usar
corbata durante los tragos con los amigos y repasar las miguitas que he dejado,
para no perderme. Va por las incumplidas.
Hay
proyectos y se peina uno así medio para el lado, como lo hacen los pendejos. Eso
sí, abuelo, guardo cada día tu silencio, en el que te entablo la más amena de
nuestras conversaciones de balcón. Ya saben, aunque no estén.
Quiéranme
en la vida que les invento, porque es triste la ausencia.
Con cariño, Eli.
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